Bajo el sol de Corinto se acababa aquella tarde
el mundo. Yo habitaba en un cuerpo de seda y miraba
a tus ojos como a los del oráculo.
Todo el tiempo que sucedió después, y sigue sucediendo,
venía diluido en aquella cerveza que apuré, mientras el mar
buscaba entre mis piernas y me volvía ciega, porque para los dioses
la oscuridad es roja, aunque yo no supiera entonces de colores.
Yo te amaba. Pero tarareaba canciones de la Joplin
o fumaba para disimular.
Nunca he sabido dejar pistas.
Es verdad que te amaba. Para amarte fui a Grecia,
joven de la camisa desabrochada a rayas que se batía
al viento delante de mis ojos, olas del mar Egeo – entre mis piernas:
te adoré como a un dios praxiteliano, pero nunca te dije
mi secreto, ni aun sabiendo que, como a la perfección,
no habría ya de verte nunca más.
Crucé entre líneas rectas por la historia.
Metí en el equipaje las sandalias compradas como quien compra un modo
de volver.
Escondí entre mis ropas, de regreso, los carretes de fotos
que me hicieron después creíble tu existencia, y hasta un poema breve
que tú me dedicaste sobre un mantel a cuadros desastrado, como eran
entonces los manteles en Grecia en los cafés baratos. En línea recta
transité hasta llegar al mundo de los vivos.
No duró mucho el duelo: los aviones recorren demasiada distancia
y apenas queda tiempo y lugar de ordenar sentimientos.
Desde entonces, te añoré como a la infancia, interminablemente.
No importa.
Bajo el sol de Corinto, que moría como hay que morirse de amor
al final de las óperas, dejé que me mintieras porque así era preciso,
joven de la camisa desabrochada a rayas que se batía al viento
delante de mis ojos como un dios inmutable desde hoy,
que te nombro,
para reconocerte ya como de otro mundo.
Extinguido, definitivamente.
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cONTEXTUALIZACIONES:
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