Conforme aumenta el tamaño de mi libreta de direcciones disminuye mi memoria. Y no me gusta. Preferiría tener que recurrir a la libreta sólo en casos puntuales, o cuando el contacto implicado sea alguien con quien mantengo tratos esporádicos. No me gusta tener que recurrir a la memoria del teléfono móvil para visualizar el número de mis amigos, o para recordar en qué calle viven y en qué piso. Es patético. Eso no se le debe hacer a un buen amigo.

 Tuve una vez un profesor de literatura, de curioso porte y extraña dicción -porque se empeñaba a toda costa en disfrazar su acento manchego- que se paseaba por la clase, arriba y abajo, recitando poemas de Machado, mientras las alumnas hacíamos el comentario de texto. Los recitaba a media voz y nos distraía. Quería que supiéramos que sabía a Machado de memoria. Se tenía por ferviente machadiano. Aseguraba que la memoria era fundamental en esta vida. Yo entonces no le  entendía bien. Era muy joven y me gustaba mucho hacer comentarios de texto. Especialmente de Azorín y Valle Inclán. A la generación del 27 nunca llegábamos.

 Y si recuerdo todo ésto, ¿por qué se me olvidan los números de teléfono y las direcciones de la gente que conozco? Estaría más sola que la una sin mi libreta de direcciones. Depender de ella hasta tal punto me deprime enormemente. Así que en ocasiones hago como mi antiguo profesor de literatura, aquel don Antonio Pérez que vestía tan catetamente, y me paseo con la libreta de direcciones de mi correo electrónico impresa entre mis manos pasillo arriba, pasillo abajo, intentando memorizar los lugares en donde podré encontrar a mis amigos si los necesito o, simplemente, si quiero saludarles o decirles que les echo de menos. También a los que sólo habitan en servidores de correo y de páginas web.

 

 

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