Esta flor se ha abierto y la tierra entera tiembla. Es natural.

Y lo es

que el río como una mano generosa en exceso anegue de improviso

los campos rotundos, las calles y los sótanos donde el hombre

construye su vida pieza a pieza y las engrasa.

El río fue la gota en algún sitio y fue luego tormenta en la pendiente

que asoló el tiempo.

Es natural que a veces hasta el cielo levante el mar su furia

y se derrumben las constelaciones contra mi dedo índice.

No me quedarán ojos y será natural.

No habrá tiempo y no será,  y no habrá que objetar sino el dolor que demora

con su regusto a polvo en la garganta.

 

Pero si este hombre ceñudo de diamante y pies apocalípticos

con facilidad de insulto a su paso va aplastando la calle y los suburbios,

y la casa y el televisor donde viven los hombres, de prestado

y a ratos,  que sólo tienen manos y  casi ya ni boca,

y casi ya ni techo

bajo el que agonizar cuando se cumpla el tiempo

de entornar la mirada, -si es que tiempo les dejan acaso de morirse,-

eso no es natural.

Me niego en este punto a utilizar sarcasmos, fugaces ironías

o sesudas cuestiones sobre la arquitectura del sutil equilibrio

del orden de las cosas. Esto no es natural.

Pues si natural fuera alguna vez acaso se tornaran los términos

para que sucumbiera  el dinosaurio

bajo el lodo universal de la perversa historia

y se cumpliera así el equilibrio.

 

Esta flor se ha abierto. Y la tierra entera tiembla. Miles de  hombres

mueren bajo una sola mano y no hay aire que recoja

sus últimos suspiros ni su estremecimiento.

 

 

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