«Mediante la ironía, con su juego de seriedad y broma, de verdad y mentira, de unión momentánea de contrarios, el artista refleja la naturaleza múltiple y contradictoria de la realidad. Con ella puede descubrir, como un rayo fugaz e iluminador, el entramado inextricable de bien y mal, realidad e idealidad, apariencia y consistencia que forma la tela misma del universo. Con ella, en palabras del mismo Schlegel, se posibilita «una reflexión poética multiplicada como en una serie de espejos,» cada uno de los cuales ofrece un fragmento de la realidad en una sucesión infinita de perspectivas. En otros términos, la ironía romántica permite romper la solidez impenetrable de la materia o del espíritu, – que son lo mismo -, y reducirla a pedazos sueltos y frágiles.

Pero, al hacerlo, el artista se convierte automáticamente en juez y señor de esa materia, de la realidad. Su yo se sitúa en el centro del proceso artístico. Como señala Muecke [1969], proclamado el yo fichteano como realidad suprema, se transforma en un infinito creador en lucha contra el no-yo finito y limitador al que puede manipular. El poeta se hace Dios, según había anticipado Shaftesbury. Bourgeois [1974] aclara: la ironía romántica niega la seriedad del mundo exterior y afirma el poder creador del sujeto pensante, es la borrachera de la subjetividad transcendental. De este modo, la ironía romántica se extiende dentro del campo de acción de uno de los principios esenciales de la modernidad, la preeminencia del sujeto.

Las consecuencias de tales asertos son incalculables. Se produce una agudización de la conciencia pensante. El artista se distancia de su propio yo, sometiéndolo a un exhaustivo autoanálisis, buscándose en la contradicción entre su imagen ideal y su realización empírica. Se exacerba como nunca el sentimiento del abismo entre lo concebido y lo creado, dando origen a la aparición de lo que Hyppolite [1946] llama isotopía de la conciencia infeliz. La búsqueda implacable de ese yo puede llevar al desdoblamiento del mismo en espejos que lo reflejen diversamente. Es así como comienza a popularizarse la figura del otro, el doble o los dobles, que asumen más de una vez su propio nombre en el pseudónimo.

Pero esa lucidez que el artista ejerce sobre sí mismo se aplica asimismo al no-yo, a la materia recreable. Bien es verdad que, en pura aplicación de la doctrina fichteana, esa materia o no existiría o sería inalcanzable. No se llega, sin embargo, a tal extremo. De algún modo, el artista cuenta con el mundo exterior cuya naturaleza desea también conocer como su propio yo. Y sobre él ejerce la reflexión. El ironista, como un «ojo vivo,» trata de sorprender la autenticidad de las cosas por detrás de sus apariencias. El motivo de la máscara cobra singular importancia: hay que quitarla para saber lo que esconde.»

 

Ricardo Navas Ruiz: TEXTO COMPLETO