Recientemente he estado en Nápoles. Nada más llegar al aeropuerto, debido a una confusión del taxista que tenía que trasladarme al hotel, estuve a punto de desaparecer. Como un inflexible director de teatro, aquel hombre leyó mi nombre en el impreso con membrete de la agencia de viajes junto a un destino, ajeno a mis planes, en el que debía depositarme, según él. Durante unos segundos dudé, para qué negarlo: podía elegir entre quedarme en Nápoles, donde mucha gente sabía que iba a estar en esas fechas (hay constancia de ello en Internet) o desaparecer en Capri aunque fuera una semana. Incluso era más tentador esto último. Pero opté por no escapar, sobre todo porque nunca había estado antes en Nápoles y tenía muchas deudas en esa ciudad respecto a mí misma. Sin embargo, no fui completamente la persona que conozco en ninguno de los días que allí pasé. Como si yo hubiera realizado el viaje en distintas secuencias y una parte de mí no hubiera conseguido reunirse con el resto a la hora prevista de llegada en el aeropuerto, que es lo que por otra parte le sucedió a mi maleta. En todo momento anduve en Nápoles poseída por un malestar que enseguida bauticé como el «síndrome Pasavento»: puesto que en un momento determinado había podido ir más allá en mi viaje y no me había decidido a ello, alguien debía de haberlo hecho por mí, a lo mejor esos mismos bits de mí que me faltaban. Pero soy demasiado torpe y no conseguí averiguar cómo tal cosa habría podido suceder. Sólo alcancé, una tarde en la vacía catedral de San Genaro, a recordar el pensamiento de Pasavento al contemplar la soledad de las iglesias napolitanas: ¿qué será de las iglesias cuando nadie ya las frecuente? Si bien no sé si resolver este asunto me interesa mucho, lo cierto es que sobrecoge el vacío ante la fe. La fe en general es para mí un verdadero abismo. Seguramente por eso hace ya mucho tiempo que escogí el arte como forma de conocimiento. E igualmente era esa una de las razones por la que me había quedado en Nápoles. Y seguramente otra era porque Nápoles, en observación del doctor Pasavento, es igualmente un lugar ideal para empezar a desaparecer. Tanto es así que es muy posible que otra de mis identidades no regresara de la visita al Museo Capodimonte, incapaz como fui de llegar a conclusiones suficientemente consistentes ante la contemplación del retrato que Tiziano pintó del Papa Paolo III. Conclusiones que pudieran liberarme del asombro. Creo que esa identidad sigue allí todavía y que ha conseguido un buen empleo como guarda del museo, lo que le permite no sólo avanzar en su  estudio del cuadro de Tiziano, sino leer todo lo que cae en sus manos acerca del pintor y de otras materias, durante las largas horas de la jornada laboral.

        Cuando volví a casa, empezaron a concatenarse algunas casualidades que no he podido pasar por alto a la hora de escribir este simulacro de artículo (lo llamo así porque creo que son dos conceptos  que nos sitúan a todos en algún punto), en el que lo único que intento es corroborar la teoría, no enunciada como tal, del doctor Pasavento acerca de que la literatura es metavida, por lo menos en cuanto exploración. Y creo que también la pintura lo es, puesto que la perspectiva, el punto de vista, o su ausencia, transforman la realidad. La cuestión es que si no hubiera sido por la literatura, yo no hubiera atendido a la realidad que señalaban todos los hechos con los que he ido tropezándome. El primer indicio lo encontré en el blog que escribo en Internet, en un comentario que dejó Francisco Aranguren para un post que yo había colgado sobre la bahía de Nápoles y la Certosa de San Martino. En ese comentario Aranguren se apoyaba en palabras del doctor Pasavento para explicar sus sensaciones sobre la ciudad del Vesubio. Y yo pensé, como lo había pensado en Nápoles y en la Sicilia del Etna: alguien que vive bajo la amenaza de la más definitiva de las realidades, de una ausencia absoluta, no se puede tomar las cosas demasiado en serio. La voluntad de permanecer se nota en estos lugares con un voltaje muy alto, puesto que todos sus habitantes afrontan cada día sabiendo que la desaparición irremediable puede producirse en un segundo. Hace falta un robusto sentido del humor para soportarlo. Quizás estas cosas pudo percibirlas mejor Pasavento, más inteligente que yo, pensé. Y acaso lo tuvo en cuenta al elegir Nápoles para empezar a desaparecer. Y es igualmente importante, como él dice, que Nápoles sea una ciudad donde millones de personas están a todas horas en las calles, subiendo y bajando en círculos. Se hace fácil en estas condiciones construir la personalidad suplantadora necesaria para la desaparición. Aquella que ocupará nuestros bits en el tráfico de comunicaciones que nos delata. También influye el que ya nadie pregunta nada. A no ser que tenga un punto esencial de locura que le haga creer en alguna cosa similar a la simpatía o la simple solidaridad que debería entrelazar a quienes están en este mundo, por el hecho de estarlo.

      Bien, la siguiente casualidad fue un mail de Magda Díaz que ofrecía la posibilidad de colaborar en la revista Narrativas, en un número especial dedicado al escritor Enrique Vila-Matas, autor de la novela Doctor Pasavento. No sé si sabré construir un ensayo, reflexioné. Pero me interesó la invitación, sin duda debido a mi experiencia napolitana y al comentario de Francisco Aranguren. Creí que podría hacer algo que tuviera cierta lógica y algún interés y extraje la novela de mis estanterías con el fin de iniciar su relectura y sistematizar algunas claves. No fue una buena decisión. Es más, el problema fue haber decidido. Haber elaborado un acto de voluntad. Ha sido como si Pasavento, desde el ignoto territorio en donde se esconde desde septiembre de 2005, hubiera percibido las ondas eléctricas del gesto cerebral de mi decisión y hubiera utilizado esa puerta que debe existir en algún repliegue entre dimensiones físicas para intentar regresar. Pasavento necesita ahora suplantar a alguien para retornar, puesto que del aparte nadie vuelve por sí mismo, y si se ocupa un lugar en la realidad, alguien tiene a su vez que dejarlo libre y quedarse aparte. Tengo que alertar sobre esto. Es posible que el doctor Pasavento ya no resista mucho más la melancolía que siempre produce la ausencia y quiera deshacer su desaparición. Es posible incluso que eche de menos en cierta forma la banalidad. A mi me sucede a veces, cuando desaparezco, siempre brevemente, no me he atrevido a más. Como dice Manuel Vilas en un poema de su libro Resurrección, será que todavía no he madurado lo suficiente y siempre quiero estar donde no estoy. Es otra forma de la voluntad de desaparecer, creo sin embargo.

Paradójicamente, me salvó del intento de Pasavento un artículo de Vicente Verdú, publicado en El País el 26 de noviembre de 2007. Este es un dato que ofrezco, para que se compruebe que hablo de cosas reales, que no invento de ninguna manera nada y que por lo tanto la literatura es efectivamente una forma de metavida. El artículo de Vicente Verdú se llama «El actual imperio de la ausencia» y quien esté interesado puede leerlo en esta dirección de Internet:

http://www.elpais.com/articulo/opinion/actual/imperio/ausencia/elpporopi/20071126elpepiopi_12/Tes . Conceptos como el de ausencia, o desaparición, vacío, pérdida, fantasmas, zombies, se erigen en protagonistas de este texto, del que entresaco una frase: «Descompuesto el proceso histórico, exasperado el presente, declarado el instante perpetuo, la ausencia es la sombra genuina del momento». Pasavento no tiene pues en verdad lugar a donde volver, puesto que todos participamos ya del signo de la ausencia, cada uno en su aparte, todos moviéndonos o escondiéndonos como lo hacen los millones de bits que encarnan la información que nos representa, que son nuestra metáfora, nuestra suplantación. Esto me tranquilizó por un lado, pues, sinceramente, el doctor Pasavento es un tipo al que creo que es mejor tener lejos. Para mí, está bien en la Patagonia. No sé qué tendrán que decir al respecto los habitantes de esa región.

Pasavento no tiene lugar a dónde volver, pues tanto da «su aparte», como este «desierto de lo real» -según la exitosa acuñación de Baudrillard-, este «imperio de la ausencia», en el que vivimos en medio de millones de presencias que no son sino una gigantesca extrañeza de cosas constantemente nuevas. He aquí, por fin, aquella extrañeza que suplicó Ezra Pound en su poema «La zambullida» y que Fernando Sarría me leía un día antes de que yo, por mi parte, leyera el artículo de Vicente Verdú en El País (se puede constatar que Fernando Sarría reprodujo el poema de Pound en su blog Crepusculariosiglo21 exactamente el día que indico). Literatura y vida confluyen como todo escritor ha soñado siempre que lo hicieran. La ósmosis entre ambas se ha vuelto físicamente cuantificable. Como en la película Matrix, recordé de golpe, no sin susto.

      Un día después de la fecha en que se editó el artículo de Verdú, el poeta Jesús Jiménez (sin olvidar que Pound y Vilas y Sarría también son poetas) presentó su libro Fundido en negro. De él yo había recitado en voz alta estos versos: «Como si mi piel, cosechadas ya sus penumbras/ fuera a viajar vacía al otro lado de las cosas/ donde, dicen, siempre llueve en un idioma secreto/ y conviven intactas todas las ausencias». Pertenecen a un poema titulado «Silencio: espejo trabajando», en el que la imagen del poeta  que se afeita ante el espejo es enviada «a otro espejo extranjero:/ al retrovisor de una moto que huye del verano de Roma,/ o al estanque que copia un poema y un jardín en Kyoto,/ o al cristal de una librería parisina en Rue de la Bûcherie/ o, quizás, de unas gafas de sol de una mujer sombría/ que espera el amor o los sortilegios del otoño,/ sola en la terraza del café A Brasileira de Lisboa». Y la inclusión del café A Brasileria, me digo, al que acudía Pessoa, como sólo la parte del mundo al que le gusta una clase de literatura sabe, no puede ser casual en este poema de huida y de multiplicación de identidades especulares. Ni puede ser casual que Jesús Jiménez durante el acto de presentación de su libro aseverara que la literatura es una fuga, una huída, como en algunos momentos de Doctor Pasavento dice ¿Vila-Matas?

       Y es un abismo.

      Tantas casualidades, tantas señales concatenadas bajo un mismo concepto y en una misma dirección me han llevado inevitablemente a abandonar mi idea original de escribir un ensayo sobre Doctor Pasavento. ¿Qué iba yo a contar bajo la forma académica de ensayo que pudiera explicar siquiera alguna de las cosas que me estaban sucediendo? Pues desde el momento en que me había decidido por escribir ese ensayo que ya nunca redactaré, la realidad se había vuelto un simulacro de la literatura. La literatura se  estaba alimentando de los seres que le prestaban su energía – como en Matrix, he vuelto inevitablemente a decir, aun a mi pesar porque me parecía un símil muy recurrente y, confieso, poco intelectual.

       He llegado hasta donde he podido. Y de momento he retrocedido, después de dejar durante unos segundos que mi pie se balanceara sobre el abismo, como Pasavento se asomó a la locura. Microgramas en minúsculos papelitos escritos en la Patagonia o posts lanzados desde cualquier rincón del planeta al singular silencio de los millones de presencias de ahí afuera: no sé si hay mucha diferencia. Sólo tengo una última pregunta: qué habrá sido del tipo del traje a rayas, que leía La fuga sin fin de Joseph Roth, y que en la Estación de Santa Justa de Sevilla  inició la suplantación de ¿Pasavento? para que él pudiera empezar a desaparecer. Supongo que alguna de las personas que lleguen a leer este texto tendrá alguna noticia al respecto. El  destino de esa sombra, de ese simulador, creánme, me preocupa. De nuevo, Matrix. Ya disculparán.

(Este texto fue publicado por primera vez en la revista Narrativas, número ocho)

 

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CONTEXTUALIZACIONES:

Nápoles

Fuga sin fin, de Joseph Roth (o la desaparición)

Pasavento (o la desaparición por la suplantación)

Matrix, el universo simulado (o la desaparición bajo la percepción)

La zambullida, de Ezra Pound (o la desaparición en la locura)