Obstinada, insistentemente desde hace días recibo este mail en la pantalla de mi ordenador:

        «Querida amiga,

      Fue grato nuestro encuentro y placentero. Pienso en usted. Me gustaría volver a verla. Dígame cómo.»

         No conozco el nombre que figura como remitente. O por lo menos no tengo consciencia de conocerlo. Menos aún recuerdo algún encuentro especial ni placentero en los últimos tiempos, ni siquiera haber mantenido una conversación con alguien de quien yo no tuviera dato de ningún tipo. He hablado con gente a la que he visto por primera vez, pero o bien me han sido presentados por amigos comunes, o bien han llegado a mi a través de otras acreditadas referencias. Hace tiempo que los desconocidos no me llaman la atención como antes. Tampoco están los tiempos como para caer en tentaciones. Por eso no estaba dispuesta a llamar al número de móvil que figura al pie del texto del correo electrónico. Pero, cuando el susodicho mail llegó con terquedad por onceava o duodécima vez a mi ordenador en el plazo de una semana, decidí acabar con el problema de un plumazo. Contesté primero al último mail en ese momento, demandando al sujeto emisor que no me bombardera más con sus misivas repetitivas. Como respuesta obtuve sólo el mismo texto nuevamente. Así que ayer, furiosa, llamé. Y he vuelto a llamar hoy, después de que otra vez me asaltara el mismo correo en el ordenador. Pero ninguna de las dos veces  he obtenido más respuesta que la voz electrónica del contestador del buzón de la compañía telefónica instándome a que deje mi recado. Más enfurecida si cabe, hoy me he arriesgado:

         «No sé quién es usted. No tengo ni idea de cuándo hemos podido vernos. Si es que nos hemos visto. Le ruego deje de enviarme correos electrónicos. No deseo verle ni conocerle».

         A los cinco minutos he recibido un mensaje en la pantalla de mi teléfono móvil:

         «Tiene usted flaca memoria. No merece usted la pena».

Y este mensaje ahora repite desde entonces su llamada de atención en mi móvil puntualmente cada día, como una mala conciencia que no me deja ni a sol ni a sombra.

 

 

 

CONTEXTUALIZACIONES:

 

 – Lo que habría que entender al decir «querida amiga»:

La imperceptible fracción esencial