Me gustan mucho las tontas y estúpidas tardes de lluvia. Es decir, me gusta contemplar la lluvia vespertina. En esas tardes, si estoy en casa, miro largamente por la ventana, me acodo en el balcón, resguardada por el saliente de la fachada, me pongo una rebeca, unos calcetines, me hago un café con leche muy caliente -aunque sea verano- y al final siempre termino mirando las viejas fotografías de la caja roja y azul que guardo en el mueble de la entrada. Es un mueble contenedor, de cuarterones rancios, del que mi madre se deshizo en esta época loca de renovación que ha tenido poco antes de encarar la vejez y que perteneció, a su vez,  a su madre. Es la única cosa de la familia que conservamos. En él guardo ahora las cosas que tienen especial querencia para mí, como esta caja roja y azul con dibujos de Navidad, llena de fotografías. Todo el mundo tiene una caja  parecida a ésta, cursi. Aunque no sea una caja.

 

         Si la lluvia se alarga varias horas, redondeo la escenografía a base de discos de Chopin. Se diría que me gusta castigarme. Esto lo hago desde adolescente. Desde que uno de los primeros chicos de los que me enamoré me dejó varias grabaciones antiguas del polaco, que yo oí, conmovida hasta el tuétano por una indolente melancolía juvenil. Contagiada enteramente por las ojeras tristes de aquel medio novio, medio poeta, medio chiflado, que me acompañaba a veces a la parada del autobús, -el que me devolvería al barrio desde el centro,-  embutido, en pleno mes de agosto, en una chaqueta de lana, siempre pegado a un resto de Ducados y siempre con un par de versos en la boca, que me deletreaba casi, arrastrando la voz, después de darme un beso largo de despedida. Le dejé pronto. Me sacaba como tres o cuatro años, que a los quince son muchos. Y no me hacía sentirme ni tan halagada ni tan mayor, como para tolerar sus constantes mentiras y su suficiencia de clase superior, como si yo fuera tonta. A esa edad, las mentiras se toleran mal. Aunque yo las he tolerado mal a cualquier edad. Eso tú ya lo sabes. Y a los presuntuosos, peor aún. ¿Por qué te vuelvo a contar todas estas historias que has oído mil veces? ¿Por qué te cuento lo que hago en los días de lluvia, si lo has visto decenas de veces? ¡Que guapo estabas en esta foto! Cuando te conocí, no me pareciste tan atractivo. Me resultaste un chico mono, con una voz alucinante y una sonrisa para morirse. Si hablabas y sonreías a la vez, se me ponía piel de gallina hasta en las plantas de los pies. Pero eso no quiere decir que me parecieras guapo. En esta foto estás ya diferente. Tu rostro está feliz, y también un poco embobado. Sería por la ocasión, claro. Perdona si te hablo así. Perdona la ironía. Esta foto tiene ya poco sentido para mí. La distancia me ayuda a decirte cosas que antes no hubiera ni soñado. Sigue lloviendo, seguirá lloviendo toda la noche, han dicho. Toca Chopin. Sé que cuando oscurezca me echaré a llorar. Se cerrará ese puño que a veces me ahoga. Se me encogerá el aire en el estómago y luego vendrá el estallido. Esto no me pasa porque ahora esté sola. Me ha pasado siempre. A veces incluso ocurre en la calle y lloro bajo la lluvia. 

 

         La verdad es que no sé qué consigo hablándote. En estas tardes eternas de estúpida nostalgia me alivia hacerlo. Aunque lo cierto es que no le encuentro sentido. Lo tendría si te hubieras muerto. Pero como estás bien vivo y yo ya no te amo, no sé desde dónde viene la necesidad. Desde la costumbre, supongo. Se muere el amor, pero se queda la costumbre. Ya no sufro demasiado. He apaciguado la ira y el dolor se ha amortiguado por sí mismo poco a poco. Qué raro te veo. Qué diferente de cómo era mirarte a mi lado en la cama, tan próximo en aquellas noches primeras de nuestro matrimonio, y luego también. Cómo mentías. No sé si eras más extraño a mi vida entonces, aunque yo no lo supiera, o lo eres ahora. Ahora sólo estás en ella si yo quiero que estés. Entonces eras la respiración. No sé cómo, pero he llegado a comprender las mentiras. Comprender me ha dado tranquilidad. Y desde que llegó la tranquilidad cogí esta manía, la de hablarte en las tardes estúpidas de lluvia. Pero siento que hablarte a ti es como hacerlo a cualquiera de los transeúntes que apelmazados discurren por debajo de mi balcón. Si uno de ellos se parara, yo le llamara, subiera a casa y se sentara en este sofá a mi lado, seguramente podría contarle las mismas cosas que te cuento a ti. La proximidad la pone la lluvia, no los años que hayamos estado casados ni las veces que hayamos follado, ni las peleas, ni el llanto por las mentiras. He tenido que salir de aquel tiempo y apenas si te reconozco en esta foto. Una boda. Tengo que decirlo en voz alta y despacio para entender que de verdad hubo una boda. Que yo me casé contigo y que dije todas aquellas cosas. De ti no me preocupo. Cómo llegaste allí. Cómo fue ese tiempo en el que hacíamos juntos todas las cosas. Hay días que no quiero saberlo. Pero las tardes de lluvia me pueden, se empeñan en dejar la memoria en carne viva. Y no consigo recordar de veras. Veo pasar a mi lado una película en un idioma que no entiendo, sin subtítulos. Estaría mejor con mis recuerdos. Pienso. Guardé esta foto el día en que te envié, junto con otras pertenencias tuyas, el álbum de la boda. Pensé ¿qué hago con esto? Y te lo mandé apañado en juramentos e insultos, seguro. Le dejé el hueco de esta foto que me quedé, como una huella, pensé. Como una pista, por si me pierdo en las tardes de lluvia, pensé. Cómo me gusta Chopin.

 

 

 

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